Meta anunció un proyecto de dimensiones colosales: un complejo de centros de datos tan grande como Manhattan, capaz de alojar más de un millón de procesadores de inteligencia artificial. Su consumo previsto —unos dos gigavatios— equivale al de una ciudad de dos millones de habitantes. La comparación con una urbe real no es casual: muestra hasta dónde llegó la escala de la infraestructura digital.
En paralelo, Brasil aprobó inversiones por 2.800 millones de dólares para construir tres nuevos centros de datos en São Paulo. Una vez operativos, demandarán más de 350 megavatios de electricidad, similar al consumo de cientos de miles de hogares. La simultaneidad de estos anuncios —el gigante tecnológico en Estados Unidos y la mayor economía latinoamericana sumándose a la fiebre digital— ilustra el carácter global del fenómeno.
La nube con pies de cemento
Lo que antes eran discretas instalaciones técnicas, hoy se convirtieron en asuntos de Estado y polos de inversión. Los centros de datos ya no se miden solo en capacidad de cómputo, sino también en recursos naturales: cuánta electricidad absorben, cuánta agua utilizan y qué impacto tienen sobre las comunidades donde se instalan. La metáfora de la “nube” se sostiene en hormigón, acero y kilómetros de cableado.
Un centro de datos funciona 24/7, con miles de servidores que requieren sistemas de refrigeración avanzados. Los de “hiperescala”, operados por Amazon, Google, Microsoft o Meta, consumen cientos de megavatios cada uno. A su lado crecen centros corporativos y los llamados “edge”, ubicados cerca de las ciudades para reducir la latencia en aplicaciones críticas como vehículos autónomos o videojuegos en línea.
El salto exponencial de la IA
Durante años, el motor de crecimiento fue el streaming y la nube empresarial. La inteligencia artificial cambió la ecuación: entrenar modelos como los que hoy impulsan los chatbots exige un volumen de cálculos y electricidad mucho mayor. Una sola consulta a un sistema de IA puede demandar diez veces más energía que una búsqueda en Google.
Según la Agencia Internacional de la Energía, hacia 2030 los centros de datos podrían absorber hasta el 20% de la electricidad global, poniéndolos al nivel de industrias pesadas como el acero o la aviación. La refrigeración añade otra presión: un centro mediano puede consumir más de un millón de litros de agua al día. Proyecciones de la OCDE estiman que, para 2027, el sector requerirá hasta 6.600 millones de metros cúbicos de agua al año, más que países enteros como Dinamarca.
Un mapa desigual
Hoy existen unos 11.800 centros de datos en el mundo. Estados Unidos concentra casi la mitad, con Virginia del Norte como capital global de la nube. Europa reparte su capacidad entre Londres, Frankfurt, Ámsterdam y París, aunque varias ciudades limitan nuevas construcciones por falta de electricidad y espacio. En Asia destacan China, Singapur y Tokio; en Oceanía, Sídney.
En América Latina, Brasil lidera con São Paulo como polo principal, seguido por México —que concentra operaciones en Querétaro gracias al nearshoring— y Chile, donde el clima frío y la energía renovable atraen a gigantes como Google y Microsoft. Aunque la región aún es pequeña comparada con Norteamérica o Europa, crece a gran velocidad.
La nube en disputa
El avance acelerado despierta tensiones. Irlanda ya destina más del 20% de su electricidad nacional a sus 82 centros de datos. Singapur y Ámsterdam impusieron moratorias para evitar el colapso de sus redes. En América Latina, proyectos en Uruguay, Chile y España enfrentaron protestas por el uso intensivo de agua en zonas afectadas por sequías.
Las respuestas de la industria apuntan a contratos masivos de energía renovable, sistemas de enfriamiento más eficientes y reutilización del calor residual en redes urbanas. Incluso surgen alternativas como pequeños reactores nucleares modulares, que compañías como Google consideran para alimentar sus centros de IA.
El futuro de la infraestructura invisible
La inteligencia artificial convirtió a los centros de datos en la columna vertebral del mundo digital. Pero su expansión plantea un dilema: ¿cómo sostener el crecimiento sin comprometer recursos esenciales como la energía y el agua? La nube ya no es solo un concepto etéreo: es una infraestructura física, gigantesca y cada vez más política, que redefine economías, territorios y la manera en que habitamos el planeta.
Fuente: Infobae/Redacción TE.